Hendrick Brugghen - Christ Crowned with Thorns (Kristi Tornekroning) - c 1620 - National Gallery of Denmark

¡Alerta! ¡Alerta! La sociedad postmoderna nos ha tendido una trampa perversa. Se nos ha dicho que con el poder de nuestra fuerza podemos lograr lo que sea, cuando la realidad es que, si vivimos apoyados en nuestra risible capacidad, nos dirigimos hacia el abismo, directo y en vivo. No importa cuantos éxitos logremos materializar, el impacto mortal que nos deja en la oscuridad, enclaustrados en una caja enterrada a dos metros bajo tierra, no lo podemos evitar. Por lo menos, no con el finito poder de nuestra fuerza ni de nuestra ciencia ni de nuestra relativamente ínfima influencia. La solución a nuestro craso problema tiene que venir de afuera. Así es. Necesitamos algo de afuera que rompa la inercia que nos hala como el drenaje al agua hacia el olvido de la insignificancia. Necesitamos algo externo que nos eleve al lugar donde podemos materializar nuestro pleno potencial y vivir la vida sin fecha de caducidad.

¿Por qué debe ser algo de afuera? ¿Por qué no simplemente meditar y generar desde adentro la fuerza de voluntad que nos salvará de un final mortal? La respuesta está en la pregunta que, a continuación, procedo a formular. ¿Puede una persona en caída libre desafiar la gravedad meditando e imaginando que puede levitar para el golpe mortal evitar? ¡De ninguna manera! Esa, precisamente, es la razón por la cual la fuerza debe venir y, de hecho, ya vino de afuera. Dicha fuerza hizo su entrada en escena en el planeta Tierra despojándose de su infinita grandeza e inmensurable riqueza, humillándose hasta lo sumo, tomando la forma de esclavo, muriendo clavado y resucitando de modo que en Él también resucitaran los que en su palabra confiaran.

La fuerza externa a la que me refiero es la única que llena y sobrepasa la naturaleza de lo que describo en estás líneas; líneas que, con un vocabulario finito, intentan expresar el acto de amor del Dios eterno, etéreo y completamente perfecto. ¿Cuál es esa fuerza? No es la magnética ni la tectónica ni la gravitatoria. Es, en cambio, la fuerza encarnada en una persona, la segunda de la Santa Trinidad: Jesucristo, nadie más. Él vino a los suyos, mas los suyos no lo recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:11-12).

¿Cómo así que “les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”? ¿No somos todos hijos de Dios por el hecho de que fuimos creados por Él? No, amigo lector. De Dios somos, por defecto, seres creados, no hijos engendrados. ¿Son acaso los libros hijos de quienes los escriben o los edificios engendros de quienes los diseñan? La respuesta es no. Son creaciones, las cuales, en esa calidad, aunque se parezcan a sus creadores, no tienen la plenitud ni gozan de la misma capacidad de quienes las crean. Un libro puede reflejar el conocimiento, historia personal y tendencia filosófica de su autor. Pero es solo eso. Un reflejo. No el paquete completo. En cambio, el hijo no solo se parece a su padre, sino que también es lo que es su padre. Tu y yo somos seres humanos, así como nuestros padres lo son o lo fueron. En ese mismo orden de ideas, Jesucristo es Dios por que su Padre es Dios. ¿Y no existe otro? Juan 3:16 dice claramente que Jesús es el “Hijo unigénito” de Dios. Es decir, que Cristo es el único engendro de Dios y, consecuentemente, es el único poseedor de su naturaleza plena. Los seres humanos tenemos la imagen y semejanza de Dios. Como Dios, tenemos la capacidad de crear, mas lo que creamos es a partir de lo que ya fue creado. En ese sentido, el ser humano, no es un creador propiamente, es, más bien, un co-creador quien, pese a su tremenda agilidad e inteligencia, es incapaz de originar algo de la nada (ex-nihilo), así como lo hizo quien en su soberanía nos designó como la corona de su creación.

Con eso dicho, queda claro que no somos, por defecto, hijos de Dios. Somos seres creados quienes, a pesar de haber sido elevados sobre todo lo demás que fue creado, estamos limitados a la naturaleza de lo creado. ¿Qué implica eso? Bueno, considera que el autor de un libro como creador del mismo tiene derechos sobre el libro, pero el libro, como creación, no tiene ningún derecho que reclamarle al autor. El apóstol Pablo se refiere a este principio cuando dice en Romanos 9:20-21 “oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó “por qué me has hecho así”? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?” Por tanto, repito, en calidad de creación no tenemos ningún derecho inherente para entrar en la presencia del Omnipotente; no tenemos calidad ni recurso para procurar la consideración de tal o cual asunto ante un juez perfecto cuyas sentencias son definitivas e inapelables; cuyas promesas y condenas no se adulteran, sino que se cumplen al pie de la letra.

Originalmente tal inhabilidad humana no constituía una gran tragedia ya que el hombre tenía comunión perfecta con su Creador, sin necesidad de hacer uso de ningún derecho en lo absoluto. Más aún, sobre la base de esa comunión, si bien el hombre en su calidad de ser creado no tiene ningún derecho que reclamarle al Creador soberano, “el Señor Dios lo puso en el huerto del Edén para que lo cultivara y lo cuidara” (Génesis 2:15). En otras palabras, a pesar de que el ser humano es creación y no engendro de Dios, el Señor le dio dominio sobre la creación. Esa delegación de poder la vemos confirmada en Génesis 2:19 donde dice que “el Señor Dios formó de la tierra a todo animal del campo y toda ave del cielo, y los trajo al hombre para ver cómo los llamaría”. John MarArthur puntualiza en su artículo titulado “Creado para gobernar” que una de las prerrogativas del que crea es nombrar a su creación.  En ese sentido, Dios nombró el día y la noche, el cielo, la tierra y los mares. Mas, una vez creó al hombre, Dios tuvo a bien delegarle esa importante tarea a él y, de esa manera, le dio dominio sobre la tierra entera.

Lamentablemente, cuando pecamos en el Edén, renunciamos, en un santiamén, al dominio absoluto que Dios delegó en nosotros para gobernar este mundo. ¿En favor de quién renunciamos a ese dominio? En favor del que nos engañó; del diablo; del padre de mentira; del que mata, del que roba y devora familias. Igualmente, cuando pecamos, la comunión con Dios cercenamos. Por tanto, en ese momento fue que precisamente saltamos al vacío; en ese instante fue que dio inicio el descenso al que nos referimos al principio de este escrito. Relacionalmente hablando, lo que sucedió fue que el pecado nos ensució y de esa manera nos descalificó para estar delante del Dios santo, justo y perfecto. Así caímos de la seguridad de su presencia al precipicio de la condena. En otras palabras, al separarnos de Dios, la fuente de vida, nos acarreamos, por el pecado, la muerte, pues Dios, en su perfecta justicia, se vio compelido a expulsarnos del Edén, así como expulsó a Lucifer del cielo cuando este se rebeló contra Él.

Es, justamente, en ese contexto que ser meramente un ser creado - y no un hijo engendrado - constituye una tragedia de dimensiones gigantescas. Esto por el hecho de que en nuestra condición de creación que pecó no tenemos el poder ni el derecho ni la calidad moral para desafiar la gravedad de nuestra transgresión; para abordar al Padre celestial y encauzar una restauración a nuestra condición original de perfecta comunión con el Creador. Mas, gloria al Altísimo por Jesucristo nuestro Señor quien, teniendo, en calidad de Hijo de Dios, el derecho y, en virtud de su santidad, el poder, pagó el precio de nuestro pecado de modo que por su justicia fuésemos hechos aceptables delante del Dios santo como hijos adoptados con derechos imputados, no como meros seres creados que habiendo pecado no pueden acceder al trono santo. Eso, sin dudas, no lo vio venir el enemigo cuando hizo su artimaña en el jardín.

En el momento de la caída de Adán, Satanás creyó que había triunfado. Lo menos que el diablo se iba imaginar era que el Dios del universo iba a sacrificar a su Hijo unigénito para salvar a seres creados, inferiores a los ángeles. Mas, en un acto de misericordia incalculable, Cristo obró la redención que se constituyó, en efecto, en la gran disrupción que nos salvó de una perdición que parecía ineludible hasta que Dios hizo lo que para el hombre era totalmente imposible. Sí, la caída del hombre en Génesis 3 causó una disrupción en el orden de la creación. Mas, si el pecado abundó a raíz de esa trampa del enemigo, la gracia sobreabundó, para que tal y como el pecado reinó en la muerte, reine la gracia por medio de la justicia para vida eterna (Romanos 5:20-21).

Para entender la dimensión de esta gran disrupción que causó la gracia de Dios, así como la sorpresa que significó para el enemigo y el amargo resentimiento que debe tener el diablo y todo su ejercito por el sacrificio y triunfo de Jesucristo, es importante señalar que, así como cayó la humanidad al pecar, cayó Lucifer y los ángeles que le siguieron en la rebelión contra el Padre celestial. Sin embargo, por ellos, por los ángeles caídos, Dios no sacrificó a su Hijo. En cambio, sí lo hizo por los hombres y mujeres que, desde la eternidad pasada, Él resolvió salvar para a su precioso Hijo honrar. Fíjese que la salvación de la humanidad es un regalo de Dios Padre a Dios Hijo, pues en la eternidad pasada, antes de que existiera el tiempo y el espacio, no existía ningún ser humano. Por tanto, no fue a la humanidad a quien Dios Padre le hizo la promesa de salvación. Esa promesa se hizo a lo interno de la Trinidad, de Dios Padre a Dios Hijo. Dios Padre le prometió a Dios Hijo que de la humanidad perdida salvaría a la Iglesia con el objeto de que esta le sirviera y se deleitara en Él.

Para ilustrar esta realidad, en la Biblia a la Iglesia se le llama la esposa y a Dios Hijo, el esposo. Esta referencia es, naturalmente, un antropomorfismo bíblico. Es decir, una referencia metafórica donde formas (morfe) con las cuales los hombres (anthropos) están familiarizados se le confieren a Dios con el objeto expreso de comprenderlo. En este caso en particular, el matrimonio es el concepto conocido por los humanos que mejor representa la relación de Cristo con su Iglesia. Ya la Iglesia fue escogida y redimida. El matrimonio como tal se consumará en la segunda venida de Cristo cuando la Iglesia sea glorificada y, de esa manera, librada, de una vez y por todas, de la presencia del pecado. En su primera venida Cristo detuvo nuestra caída libre hacia el final terrible. Actualmente, a través de la operación de su Espíritu Santo, nos está santificando, o sea, elevando al lugar desde el cual caímos cuando desobedecimos. En su segunda venida, nos establecerá propiamente en aquel lugar donde estaremos en comunión perfecta con el Padre por la eternidad.

John MacArthur explica esto de manera magistral en el primer capítulo de su libro “Ningún otro”. Allí dice que “con la justificación que tomó lugar por medio de Jesucristo, la Iglesia fue librada de la penalidad del pecado; con la santificación por medio del Espíritu Santo es librada del poder del pecado; y con la glorificación que tomará lugar en la segunda venida del Señor será librada de la presencia del pecado”. Ese, en efecto, es el plan de Dios para la Iglesia articulado de manera sucinta en un esquema precioso de bendición que se desarrolla dentro del marco que comprende la eternidad pasada (justificación), el presente (santificación) y la eternidad futura (glorificación).

Dicho eso, retomemos el análisis de la naturaleza e implicaciones del pacto intra-Trinitario donde el Padre le promete al Hijo la Iglesia como regalo. La Iglesia es, más allá de toda sombra de duda, un regalo para Jesucristo. Pero, paradójicamente, es un regalo para el cual Él debió pagar un precio. Fíjese que digo que es un regalo “para el cual” y no “por el cual” Él debió pagar un precio. Si hubiese pagado por el regalo, entonces no hubiese sido un regalo. Lo que sí hizo fue pagar un precio - el más caro -para que el regalo pudiese ser dado y debidamente recibido ya que sin la efectuación de ese pago la Iglesia – quien es la esposa – no hubiese estado en condición para entregarse al esposo.  

Para describir tal condición no repetiré lo escrito más arriba en torno al predicamento del ser humano como ser creado después de la caída, pero sí diré que la condición de la humanidad es tan desastrosa que para que los llamados a formar parte de la Iglesia se constituyan en miembros oficiales de ella, tienen que morir a esa naturaleza. Más aún, tienen que nacer de acuerdo a una nueva naturaleza. Ahora bien, para poder dar muerte a la condición desastrosa y vergonzosa del pecado que nos separó de la presencia gloriosa de Dios y para, así mismo, nacer de nuevo y reconciliarnos con el Creador, alguien perfecto tuvo que haber muerto en nuestro pro. No solo eso, ese alguien tuvo que también, por esa perfección, haber vencido la muerte, levantándose con vida después de haber sido privado de la misma. 

¿Por qué lo antedicho es una condición sine qua non para nuestra redención, santificación y eventual glorificación? Para dar respuesta a esta tan importante interrogante supongamos que la persona que intenta salvarnos del pecado y de la muerte es, a su vez, un pecador. Dicha persona, a pesar de su intención, no podría salvarnos, así como una persona que está naufragando no puede, aunque quisiera, salvar a otro que también esté naufragando. En ese mismo orden, imaginemos, por un momento, que el pecador que intenta salvar al que está naufragando está a salvo, al menos físicamente hablando. Digamos que este, en efecto, se sacrifica por el que estaba naufragando, lo salva y, en el acto, muere naufragado. Si bien, como resultado del sacrificio la persona rescatada permanece con vida, esta, con toda seguridad, eventualmente morirá, así como murió y se quedó muerto el que la salvó. De hecho, casos de esta naturaleza suceden con cierta frecuencia. Un soldado salva a un civil y muere a tiro de fusil. Un bombero salva a una niña del siniestro poniéndole su máscara de oxígeno, pero muere él asfixiado producto del humo inhalado. El cajero de un banco es asesinado por el asaltante después de haber maniobrado para liberar a los secuestrados. En todos estos casos, todos los salvados eventualmente mueren, así como su salvador murió y permaneció en esa condición. Lo que es todavía más importante considerar, reitero, es que dado el hecho de que, en estos ejemplos, el que salva la vida física es un pecador, su sacrificio no se traduce en la redención y regeneración espiritual de las personas por las cuales murió.

Jesucristo, por su parte, es santo. A través de su caminar en esta tierra Cristo vivió una vida perfecta, libre de pecado. Algunos podrían decir, “Sí, claro. En su condición de deidad le fue fácil vivir sin pecar”. Pero, la realidad es que Dios Hijo, siendo espíritu, se hizo carne y habitó entre nosotros. De modo que, habiendo adoptado la forma de hombre, estuvo sujeto a las mismas tentaciones que todo ser humano mortal enfrenta. Sin embargo, no pecó. Su caminar fue perfecto delante de Dios y delante de los hombres. Por eso es que, efectivamente, Cristo venció al pecado en la carne (cita bíblica). Subsiguientemente, mediante el sacrificio en nuestro pro, la santidad y perfección de Jesús se nos imputó a los que nos arrepentimos de nuestros delitos y nacimos de nuevo de acuerdo a la naturaleza de Cristo. De hecho, en el momento en que Cristo cargó con nuestros delitos en el Calvario, Dios Padre trató a su Hijo como si hubiese vivido nuestras vidas de pecado. Por eso lo desamparó y su furia sobre Él desató. Ahí fue cuando se saldó la deuda; cuando Cristo dijo “Consumado es” (Juan 19:30); “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lucas 23:46).

En síntesis, Cristo fue tratado por Dios cual si hubiese cometido todos los pecados de la Iglesia para que Dios, por el sacrificio de Cristo en nuestro pro, nos tratara a nosotros cual si hubiésemos vivido la vida perfecta y sin pecado que Cristo vivió. Por esa razón - por esa excelsa gracia del amor - somos perdonados. Pero no solo eso. Por esa misma gracia, seremos también glorificados, así como Cristo fue glorificado por Dios al ser resucitado al tercer día después de morir clavado. Esa, amigo lector, es la gracia que la Santa Trinidad emprende para salvar al ser humano que se arrepiente y a Cristo su vida somete; esa es la santa gracia que nos salva del pecado y de la muerte. Esa es la gracia que es una sola y tripartita; la que nos justificó por medio de Cristo, la que nos santifica por medio de su Santo Espíritu y la que nos glorificará por mandato de Dios Padre cuando el Hijo vuelva a la tierra, no a sufrir y a morir como la vez  primera, sino a reinar con los santos, a juzgar a los inconversos y a encadenar al diablo y a los demonios para siempre en el infierno.           

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