En momentos donde la incertidumbre sobre el futuro embarga la mente y el corazón de la nación es preciso que pongamos nuestros ojos en la verdad de Cristo. Aquella a la cual hace referencia el escudo de nuestra bandera. Escudo que recientemente entes perniciosos han buscado suprimir con el objeto vil de expulsar a Dios de la ecuación que define la identidad de nuestra patria quisqueyana, soberana, indómita y brava.
El escudo con Dios como coeficiente líder y la Biblia abierta en Juan 8:32 en el centro, constituye, en efecto, la defensa más formidable que tiene nuestra nación ante ataques internos y externos que buscan vulnerar los valores más fundamentales de nuestra identidad. Si bien es cierto que muchos de nuestros más importantes líderes han renegado la verdad que proclama el mencionado símbolo patrio, no es menos cierto que todavía existe en la esencia de la gran mayoría de los dominicanos ese hilo de decencia y aquel sentido genuino de deferencia hacia al autor y señoreador de nuestra existencia.
Entre otras cosas, fue la fe cristiana de Juan Pablo Duarte la que lo motivó a iniciar un movimiento que nos emancipara del dominio de Haití, país cuya cosmovisión basada en la religión vudú amenazaba con diluir y, si le hubiese sido posible, extinguir nuestra identidad como pueblo. En la historia contemporánea, ha sido la fe cristiana profesada por importantes y enérgicos sectores de nuestra República Dominicana que le ha puesto freno a la agenda foránea por unificar la isla, legalizar el aborto e institucionalizar la nefasta ideología de género en el sistema de educación pública. Y, si nos lo disponemos, será la fe cristiana que nos ayudará a salvaguardar la democracia en esta profunda crisis institucional que actualmente atravesamos en nuestra tierra amada.
¿Cómo lo haremos? Ante todo, procediendo asidos de la promesa de Dios registrada en 2 Crónicas 7:14:
“. . . si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra”.
Así, en humillación, reconociendo la verdad de nuestra pecaminosidad y accediendo a la gracia redentora de nuestro Señor, podremos alcanzar misericordia de modo que Dios no permita que se desencadenen en nuestra nación los frutos de los actos corruptos que hemos cometido a través de los años. Actos cuyos escenarios han sido tanto en las altas oficinas del Estado como en las esquinas de nuestros vecindarios a través de los estratos. Actos que lamentablemente también han penetrado hasta lo más íntimo del hogar dominicano donde hemos ultrajado los valores y principios por los cuales una vez juramos.
A esos escenarios necesitamos acudir con brocha en mano y pintar nueva vez sobre el dintel de la puerta principal el mensaje central de nuestro escudo nacional. El mensaje de Dios, el mensaje de la Patria y el mensaje de la Libertad. Mensaje que solo se puede llevar a fiel efecto empuñando la espada de la verdad. De aquella única y exclusiva verdad de vida que del ángel de la muerte nos libra y para una vida de santidad nos capacita.