Quizás al recitar los versos de Machado aquella tarde en El Cercado (leer Improntal patriarcal), mi padre rememoraba el momento cuando comenzó a hacer “camino al andar” a los 15 años de edad al salir de su pueblo natal camino de la capital. Después de haber realizado una serie de trabajos en el Santo Domingo de los años ‘50 reunió suficiente dinero para comprarse una bicicleta. Con ella se convirtió en un vendedor estrella. Recorriendo las calles de la ciudad se granjeó una gran clientela. Surtía los comercios de artículos diversos. Cuadernos, carteras, tijeras. Todo lo que le pidieran.
Un día mientras entregaba mercancía en el local de un cliente, un ladrón lo privó de su medio de transportación el cual había dejado estacionado en la acera, recostado en la pared junto a la puerta de la tienda. Ese hecho fue una bendición disfrazada de infortunio pues desprovisto de sus dos ruedas, mi padre decidió montarse en cuatro y se compró un carro. No sabía conducir y no tenía tiempo de aprender pues tenía una agenda apretada con productos que vender. Entonces decidió buscarse a un chofer. El chofer le resultó, pero un día le falló y mi padre decidió aprender a manejar. Con carro y licencia de conducir la vida le comenzaba a sonreír. Cubriendo más territorio en menos tiempo su negocio se comenzó a expandir y al poco tiempo se le presentó la oportunidad de partir. Está vez lo haría a una tierra foránea no muy lejos de la patria: Puerto Rico. Se fue no por necesidad, sino, más bien, por oportunidad. También cabe señalar que estaba disgustado con el discurrir político sobre suelo y bajo cielo Quisqueyano donde después del asesinato de Rafael Leonidas Trujillo se desarrollaron una serie de eventos que en gran medida perpetuaron el trujillato.
Ya en la Isla del Encanto empezó a buscar trabajo. No quiso laborar como empleado y a escasos días de su llegada encontró en el periódico un clasificado ofreciéndole la oportunidad de convertirse en empresario en una compañía de ventas directas llamada Caribe Grolier. Su línea de productos serían las enciclopedias. Llamó a la compañía, lo citaron para una entrevista y al comparecer en la misma fue reclutado más rápido que inmediatamente. Completó con éxito los cursos de capacitación en ventas ofrecidos por la empresa, pero eso no fue suficiente para satisfacer sus exigencias. Mi padre era un vendedor muy meticuloso y empleaba gran empeño en conocer con profundidad y especificidad tanto las necesidades de su mercado como las calidades y cualidades particulares de su producto. Consideraba que no podía vender bien aquello que no amara. Entonces amó a las enciclopedias leyéndolas de la A a la Z y en esa dinámica se convirtió en un autodidacta y en el vendedor número uno de aquella empresa de ventas directas. A los pocos meses de empezar lo hicieron gerente, ocupando el mismo lugar de quien inicialmente lo entrenó. Aquel entrenador renunció pues, por alguna razón, no toleraba que un extranjero recién llegado con apenas un octavo grado de educación ocupara su misma posición cuando él llevaba años en la empresa y era poseedor de un título universitario que lo dignificaba con el grado de licenciado. Mas su licenciatura pesaba poco ante la disciplinada, ilustrada y enfocada tesitura del nuevo vendedor.
Y era que mi padre había entrado al negocio para cooperar, ganar, servir y saludablemente competir. Había entrado con hambre, con una misión y una indomable determinación de hacer material su visión de un futuro mejor. Eso lo motivó a ir la milla extra todos los días haciendo lo que ninguno de sus colegas estaba dispuesto a hacer. Por mencionar algo, una mañana él estaba prospectando el área del Viejo San Juan y sin darse cuenta terminó tocando puertas en un barrio llamado La Perla. Dicha jurisdicción estaba prohibida a los vendedores de su compañía, pero él no lo sabía. Estaba prohibida porque era, y al día de hoy sigue siendo, una zona sumamente peligrosa con un alto índice de crímenes relacionados al narcotráfico. Desconociendo ese dato, mi padre se paseó por allí como Pedro por su barrio. Vestido de punta en blanco con traje, corbata, camisa mangas largas y maletín Samsonite, German D’Oleo prospectó La Perla e hizo ventas muy buenas. Me contaba mi padre que inicialmente no entendía por qué la gente de aquella vecindad lucían sorprendidos y maravillados al observarlo hablándoles con cordialidad y respeto, bien vestido y vendiéndoles planes educativos para sus hijos. Quizás algunos no se creían dignos pues estaban acostumbrados a ser subestimados y sumariamente descartados cuando de algo excelente se trataba. Mi padre, por su parte, los trató como a cualquier otro ser humano. Así pasó por ese barrio sin ser vejado. Salió, de hecho, agraciado con unos cuantos buenos negocios cerrados.
Antes de disponerse a almorzar mi padre decidió reportarse a la oficina central. Llamó desde un teléfono público y al identificarse le preguntaron “D’Oleo, dónde estás”. Mi padre replicó “en la Perla del Viejo San Juan”. “Ay, D’Oleo”, le dijeron, “sal de ahí huyendo antes de que te corten el pescuezo”. “No entiendo porque me dices eso”, contestó mi padre, “si allí de inmejorables atenciones fui objeto y a mi paso cerré varios buenos acuerdos”.
Por hazañas como la antes narrada mi padre se convirtió en un referente para el desempeño excelente en ventas de enciclopedias. A pesar de haber escalado al puesto de gerente, él siguió caminando calles y tocando puertas para servir de ejemplo a los empresarios que tenía bajo su cuidado. Mi padre tenía gran seguridad en sí mismo y era extremadamente competitivo. Como líder capacitaba y motivaba a sus vendedores para cumplir y sobrepasar las cuotas asignadas. Los retaba a dar lo mejor de sí al tiempo que competía con ellos por el primer puesto. En sus ponencias les decía “compitan, compitan . . . por el segundo lugar, porque el primero es y será mío”. En un mismo respiro les hacía entender que a final de cuentas el éxito de cada uno era el éxito de todos y el mayor retorno se experimentaría con el establecimiento y cultivación de las sinergias del equipo total más allá del desempeño individual. Creía que si cada uno compartía con todos la inteligencia derivada de sus experiencias de éxito la empresa como tal mejoraría en sentido general. Más aun, entendía que el nivel de capacitación, cooperación y competencia interna determina en gran medida el nivel de excelencia que puede alcanzar una empresa.